Así nacieron los extintores

Antiguamente los incendios siempre se apagaban con agua acarreada con cubas, herradas o pozos, que se echaba sobre las llamas. También hay indicios de que en la antigüedad se utilizó tierra para sofocar el fuego.

El primer modelo práctico de extintor data del año 1816 gracias al capitán e inventor británico William George Manby (1775-1854). Consistía en un depósito de cobre que podía lanzar doce litros de agua.

El agua estaba contenida en el recipiente cilíndrico cargado de tres partes del líquido elemento y una de aire comprimido alojado en el mismo reservorio. El extintor estaba dotado de válvula y surtidor cuyo tubo llegaba casi hasta el fondo. En el depósito se introducían doce litros de agua y el resto, hasta los quince de capacidad, se llenaba de aire comprimido mediante una bomba. Tras esta operación se cerraba la válvula y se desconectaba la bomba: así, cuando se volvía a abrir el agua era forzada a salir a chorros por la acción del aire comprimido.

En Madrid, el primer extintor de agua fue presentado al servicio contra incendios en 1870 por el español Ramón Bañolas y Arnau, que curiosamente lo bautizó con el nombre de matafuegos.

A principios del siglo XX el agua será sustituida por diferentes compuestos. En 1903 se presenta un nuevo modelo llamado Mathieux apagador instantáneo de incendios. Consistía en un recipiente de chapa de hierro estañado. En su interior contenía dos líquidos especiales que al mezclarse tenían la propiedad de formar un tercero cargado de ácido carbónico que, gracias a la reacción química, salía con violencia fuera del aparato por un orificio preparado para alcanzar grandes distancias. A pesar de que en otros países como Estados Unidos estaba muy extendido, este modelo no contó con la aprobación del Ayuntamiento, que optó por no adquirirlo.

Los extintores portátiles nacieron a finales del siglo XIX. Se componían de una serie de botellas de cristal con ácido en su interior. Cuando se rompían, el ácido formulado con una solución de sosa se descargaba, generando así una mezcla que tenía la presión suficiente para expulsarla. El primer extintor portátil eficaz que funcionó mediante productos químicos (soda-ácido) y no con agua fue invento del médico francés François Carlier en 1865. Se le ocurrió mezclar bicarbonato sódico con agua, acoplándole cerca del cuello, en el interior del artilugio, una botella de cristal con ácido sulfúrico. La botella se rompía mediante un punzón y la mezcla de los diversos productos producía el anhídrido carbónico, que era lo que expelía la mezcla química del recipiente hacia el exterior.

Todos estos eran remedios eficaces en situaciones normales, en pequeños incendios, pero no servían en caso de grandes siniestros ni en incendios en los que estuvieran en juego líquidos inflamables como gasolina, aceite o pintura. Para paliar eventualidades de esa naturaleza se ideó en Rusia en 1905 el extintor de espuma, invento de Alexander Laurent, quien mezcló una solución de sulfato de aluminio y bicarbonato de sosa con un agente estabilizador.

En 1909 el neoyorquino Edward M. Davidson patentó su extintor de tetracloruro de carbono. Este elemento químico era expulsado por anhídrido carbónico a presión, que se evaporaba al entrar en contacto con el oxígeno del aire formando un gas pesado incombustible que apagaba el fuego de manera fulminante. Su manifiesta toxicidad (cuando se aplicaba al fuego podía producir ácido clorhídrico y fosgeno), llevó a su prohibición en los años 60.

 A principios de 1915 se dotarían algunos vehículos (coches de primera salida) de extintores químicos de 14 litros sistema Kustos, con 12 cargas de repuesto cada uno. El precio del extintor era de 175 pesetas. Ya a mediados de la centuria irrumpieron los primeros extintores de agua capaces de acumular presión.

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